Todos sentimos lo que sentimos, los niños también
Hay algunos padres que tienen la creencia -en muchos casos, absoluta- que, si quieren mucho a su hijo y lo educan bien, ha de estar y sentirse siempre feliz. Permanentemente. Así las cosas, a la menor señal de una cierta tristeza, suena la alarma y enseguida pasan a la acción.
En lugar de escucharlo, le interrogan, no paran de animarle, de aconsejarle y de intentar que le pase -¡ya!- este malestar. Porque no hay ningún motivo -y si lo hay, ellos se lo resolverán- por el cual su hijo pueda sentirse triste o temeroso o preocupado o enfadado o lo que sea. No hay ninguna razón. Y es cierto. No hay ninguna razón racional.
Se olvidan, sin embargo, del conocido y sabio aforismo de Blaise Pascal: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. A pesar de todo, y desde su perspectiva lógico-híper protectora, el niño no puede sentirse así. Prohibido. Prohibido sentir lo que siente. Ah, y todo ello con la más buena y honorable de las intenciones…Claro que, como decía O. Wilde, “con las mejores intenciones a veces obtenemos los peores resultados”.
Imaginemos que nuestro hijo o hija llega de la escuela y, con cara compungida, nos empieza a enumerar los titulares de los grandes desastres del día. ¿Qué hacemos? ¿Dejamos que nos lo explique todo, nos ponemos un rato a su lado y lo escuchamos -¡hasta que termine!- con respetuoso y atento silencio?¿Actuamos así? Me temo que no. Pronto interrumpimos su relato y empezamos a intervenir. Pues cuando te digan eso, tú les dices…Y por qué te lo has dejado hacer… Ya le diré cuatro cosas a ese, ¡qué se ha creído!… Mañana mismo hablaré con la maestra… y más vale que no se entere tu padre, porque ya sabes cómo es… Deberías hacer esto, y esto otro… y ahora no llores… no deberías estar triste… Juega, distráete y no pienses más…Venga, vamos a comprar lo que tanto te gusta… Los valientes no lloran… En fin…
¿Cómo ayudar a un niño o niña en la gestión de sus emociones?
Pero en realidad ¿qué quería? ¿Qué necesitaba con más urgencia nuestro hijo en ese preciso momento? Muy poco. Necesitaba sólo alguien con quien compartir su indigesta carga emocional, necesitaba alguien que le ayudara a canalizar y serenar las aguas turbias de su mente. Y mientras tanto, los padres no hacían otra cosa que edificar muros de contención, muros que detuvieran al instante este goteo sentimental. Muros, sin embargo, que resultan absolutamente ineficaces e ineficientes, muros de cartón piedra, muros Port Aventura, muros que hacen subir aún más la fuerza y el nivel de las aguas… y que movilizan la gran riada de la incomprensión y de la soledad.
Esta situación es un buen ejemplo de cuando una pequeñez se transforma en un problema por culpa de una intervención innecesaria de los padres.
A menudo actuamos, nos precipitamos y, sin querer, empeoramos las cosas. La tristeza, como la alegría, la rabia, el placer, va y viene, porque forma parte de la condición humana. Y tenemos que entenderlo y aceptarlo así, con toda naturalidad. Si lo hubieran dejado un poco en paz, si nos hubiésemos limitado a hacerlo sentir acompañado, si al terminar de hablar le hubiésemos abrazado y le hubiésemos dicho cosas como: gracias por contármelo y confiar en mí. Te felicito por cómo lo estás llevando. Has sido muy valiente de explicármelo… la nube de la tristeza y del malestar, tal como ha venido, se hubiera ido. Poco a poco. Silenciosamente. Sin romper nada.
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